viernes, 13 de marzo de 2015

Impugnación de la RPT, Ordinario o Abreviado

La Sentencia del Tribunal Supremo de 5 de febrero de 2014, que declaró que la naturaleza de las Relaciones de Puestos de Trabajo (RPT) es la de actos administrativos generales, ha tenido, además del efecto dominó procesal para las impugnaciones en curso que señalaba Sevach en esta entrada, un efecto procesal para las impugnaciones posteriores, la de determinar cual es el procedimiento por el que debe sustanciarse el recurso. 

Y es que, por lo menos en los Juzgados de lo Contencioso Administrativo del País Vasco, discrepan  los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo, en el ámbito de sus competencias, sobre si el procedimiento a seguir contra las impugnaciones de RPT es el ordinario o el abreviado.

Los que se decantan por la tramitación del ordinario lo hacen con el siguiente razonamiento:

En el presente caso, como consecuencia de la doctrina de la sentencia de 5 de febrero de 2014 y de la sentencia de 15 de septiembre de 2014 (ROJ STS 3761/2014) la condición de las RPT como "actos generales" desbordan su mera consideración como actos de personal, dado que afectan directamente al ejercicio de la potestad de organización de la entidad local por lo que excede del cauce del art. 78 de la LJCA debiendo tramitarse como procedimiento ordinario. Repárese, además, que la cuestión conlleva otras consecuencias como es la posibilidad de abordar como si de una impugnación indirecta se tratare la cuestión relativa a la naturaleza, alcance y eficacia de un acto general como es una RPT.

En resumen, no se está ante una reclamación individual de un acto de personal (situación individualizada) sino que se trata de un acto plúrimo que afecta al ejercicio de la potestad de autoorganización de la entidad local y finalmente no cuantificable, esto es, indeterminable.

Mientras que los que se decantan por el abreviado, se remiten a la literalidad del artículo 78 LJCA, en concreto a su inciso "de los asuntos de su competencia que se susciten sobre cuestiones de personal..." para concluir que el procedimiento adecuado es el Abreviado, por resultar obvio que la impugnación de la RPT es una cuestión de personal.

Las implicaciones de uno u otro procedimiento son relevantes. Así, mientras que el procedimiento ordinario se inicia con un mero anuncio de recurso,  el abreviado se inicia con demanda; en el ordinario tenemos a la vista el expediente a la hora de formalizar la demanda, en el abreviado no; en el  ordinario la contestación a la demanda es escrita y las pruebas se solicitan en los escritos rectores; en el abreviado la contestación es oral y las pruebas se proponen en el acto de vista... Y no nos olvidemos de la tasa que deben pagar los Sindicatos, distinta en su cuantía fija para los abreviados y los ordinarios.

Demasiadas diferencias para hacerlas depender de la suerte del reparto, lo que hace recomendable que, sea cual sea el procedimiento a seguir, sea el mismo para todos. No estaría de más una Junta Sectorial de los Juzgados de lo contencioso-administrativo adoptando un acuerdo respecto al procedimiento a seguir, ya que así lo autoriza los artículos 62, 63 y 65 del Acuerdo de 26 de julio de 2000, del Pleno del Consejo General del Poder Judicial, por el que se aprueba el Reglamento 1/2000, de los Órganos de Gobierno de Tribunales.








martes, 10 de marzo de 2015

La caducidad, instrumento inútil y ¿pernicioso?

Debo reconocer que el instituto de la caducidad en los expedientes sancionadores es una cuestión que me interesa, principalmente, por la disfunción que, a mi juicio, implica la posibilidad de iniciar un nuevo expediente a pesar de haber operado en el primero el instituto de la caducidad. No voy a hablar de esa disfunción, que trata de manera soberbia Santamaría Pastor en un artículo que tenéis citado en esta entrada. Tampoco va a versar la entrada sobre si la reapertura de un expediente caducado es compatible con el principio ne bis in ídem, todo lo que hay que decir al respecto ya está dicho elocuentemente en este artículo de Gabriel Doménech Pascual (aquí otra versión).

Mi intención es destacar que invocar la caducidad en una demanda no siempre juega de manera favorable para el recurrente, lo que no deja de resultar atípico para una técnica pensada en la protección del administrado. Y ello se debe, especialmente, a la praxis judicial de atender en primer término los motivos formales dejando imprejuzgados el resto de motivos, de haberlos, en los que se sustenta el recurso jurisdiccional. Pongamos un ejemplo: Imaginemos un asunto en el que se impugna una resolución sancionadora invocando la caducidad del expediente, la infracción del principio de presunción de inocencia y la infracción del principio de tipicidad. Si el Tribunal considera que ha operado el instituto de la caducidad, estimará el recurso y anulará la resolución impugnada, dejando imprejuzgados el resto de motivos, los cuales, de haber sido estimados, hubiesen impedido la posibilidad de la Administración de volver a reabrir el expediente sancionador. Sin embargo, la caducidad estimada no impide, a juicio de la jurisprudencia mayoritaria, ejercer nuevamente el ius puniendi, siempre y cuando la infracción no haya prescrito.

Chirría, y mucho, que la caducidad del expediente no solo se(lo) ha(n) convertido en un instrumento inútil para el administrado, sino que con la praxis judicial aludida se ha elevado a la categoría de instrumento pernicioso para el administrado al punto de conferirle el don de revivir el ius puniendi, por mucho que el mismo, a la vista de otros motivos impugnatorios, pudiera estar herido de muerte.

Habrá quién pueda poner como reparo a lo hasta aquí dicho, que bien se puede renunciar a invocar la caducidad para evitar ese carácter pernicioso, pero ello, además de ser un artificio, no dejaría de contravenir la pacífica consideración de que la caducidad del procedimiento constituye una cuestión de orden público procedimental. Como dice Santamaría Pastor:

"... no es un medio de defensa conferido a las partes, sino un mandato incondicional que la ley impone por razones de interés general y que, por tanto, ha de ser aplicado por todos los órganos públicos que sean competentes para pronunciarse sobre el mismo... 
En el orden procesal, la cuestión es parcialmente diversa, pero sus consecuencias no experimentan alteración. En nuestro sistema de justicia administrativa no cabría hacer distinciones, en este orden de cosas, entre la prescripción y la caducidad, habida cuenta de la posición productiva que el ordenamiento contencioso confiere a los jueces y tribunales, que les permite plantear a las partes todo tipo de motivos no suscitados por ellas antes de tomarlos en cuenta en su fallo[...] la caducidad es un precepto imperativo que, por lo mismo, debe ser aplicado necesariamente por el órgano jurisdiccional (aunque deba oír a las partes previamente, si éstas no lo han considerado)."

Hace unos días leí una reciente Sentencia del Tribunal Supremo que puede dar pie, en cuanto a los expedientes sancionadores se refiere, a la tesis que propugna Gabriel Doménech, pero aun queda mucho por andar. Es momento de plantearse si cabe mantener, en la forma y modo en que ha sido perfilado por la jurisprudencia, un instituto que lejos de beneficiar al administrado es capaz de ponerle en peor situación por su mera existencia.

En cualquier caso, no será esta entrada la única sobre esta cuestión. Volveré sobre ella, pero para ello hace falta reposo y que no me venzan plazos, que para mis clientes si son fatales.

La trampa de la ecuanimidad

En el caso de la caducidad de los procedimientos, la resistencia ha actuado por caminos diversos; forzadamente más sutiles, dado que la regulación de este instituto, además de ofrecer posibilidades de retorsión algo inferiores a las del silencio, por la simplicidad de su estructura, fue objeto de una sensible mejora en la reforma de 1999. La sencillez del mecanismo de la caducidad, unida a la claridad de su regulación, debería haber determinado que el actual artículo 44.2 de la Ley sólo hubiera sido objeto de breves comentarios, carentes de toda problemática. El que no haya sido así, y que este precepto se haya convertido en una caudalosa fuente de problemas –como lo demuestra el que haya provocado un conjunto de aportaciones doctrinales inusualmente abundante para una técnica que, por su elementalidad, no las merece-, sólo es explicable por las sistemáticas resistencias que su aplicación ha generado, tras las cuales subyace la radical incompatibilidad entre la perención de los procedimientos y la virtual inmortalidad de que antaño gozaban; son muy escasas las dudas interpretativas que no son puramente artificiales y que no responden a la decisión de mitigar la consecuencia (tan indiscutible como insoportable) de que también la Administración, como los particulares, pierde el tren si se retrasa.
Que estas resistencias hayan sido ideadas ad hoc por los defensores procesales de todas las Administraciones en los correspondientes litigios es legítimo y comprensible; para eso se les paga. Menos previsible era que las interpretaciones dirigidas a neutralizar el efecto de la caducidad fueran analizadas y acogidas (con candidez o sin ella) con una inmerecida ponderación por diversos trabajos doctrinales, algunos de los cuales han caído inocentemente en la trampa de la ecuanimidad, una virtud practicada en ocasiones con exceso por los publicistas que moran fuera del mundo real. Y puede parecer también  sorprendente que estos artificios hayan encontrado eco en múltiples decisiones judiciales: la jurisprudencia, sin duda, es tan imperfecta como toda obra humana; pero resulta cuando menos sospechoso (por insólito) que todas y cada una de estas sesgadas propuestas interpretativas hayan sido compartidas por sentencias de los Tribunales contenciosos de todos los niveles. No es aventurado pensar, tras la lectura de las Sentencias, que la caducidad tampoco despertó simpatía alguna, dicho sea coloquialmente, en buena parte de los miembros de la jurisdicción contenciosa.
{...}
No quisiera criticar a fondo esta inclinación a la ecuanimidad. Dede luego, el afán a de compensar el valor que juega a favor de la protección jurídica de los ciudadanos con una demostración de sensibilidad hacía los intereses que la Administración defiende no es imputable principalmente al estilo de ponderación que suele caracterizara muchas de las exposiciones académicas, sino sobre todo al descrédito que el pensamiento único de los años anteriores a la caída del muro arrojó sobre el principio de la seguridad jurídica, al que implícitamente vino a tildarse contrario al más elemental sentido del progreso social y económico. 
Pero, sin entrar en un debate ideológico que no me ofrece ningún atractivo, me parece escasamente discutible que estos intentos de apoyaturas duales y supuestamente equilibradas son por completo inútiles. Fundar el instituto de la caducidad (o cualquier otro) sobre dos valores naturalmente contradictorios es un esfuerzo estéril, porque la ambigüedad, en este orden de cosas, sólo puede conducir a la inoperatividad más absoluta: la ambivalencia de los fundamentos de un instituto no hace más que permitir que una misma cuestión pueda recibir respuestas contradictorias, según el valor que cada interprete tome arbitrariamente como punto de partida. Ello no entraña que a la caducidad haya de asignársele un fundamento exclusivo y unilateral, eliminando toda referencia a cualquier otro de los posibles valores en juego; pero lo que parece ineludible es la necesidad de jerarquizar. 
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J.A. SANTAMARÍA PASTOR, RAP nº 168, 2005, Caducidad del Procedimiento.


viernes, 6 de marzo de 2015

El todo y sus partes del acuerdo de derivación

Hace tiempo me llamó un compañero para preguntarme mi opinión sobre la peculiar manera de determinarse la "summa gravaminis" en los acuerdos de derivación de responsabilidad por deudas tributarias. A mi juicio, a pesar de la reiterada y unánime linea jurisprudencia existente en aquel momento,  la cuantía debe fijarse en la suma total que se derivaba en el acuerdo y no en la suma de los importes de cada liquidación. La distinción tiene su importancia, así, en el primer caso, la cuantía se fija, ex artículo 41.1 y 42.1 a) LJCA, en el contenido económico del acto, mientras que en el segundo, la cuantía, aunque se fije en la misma suma, lo es por aplicación del artículo 41.3 LJCA, esto es, por la suma del importe de cada liquidación, lo que lleva como consecuencia que la misma no comunicará a las pretensiones de cuantía inferior la posibilidad de recurso. 

Y llegaba a esa conclusión porque en los acuerdos de derivación de responsabilidad lo que en esencia se impugna es la propia derivación y no, con carácter principal, concretos actos de liquidación. Por ello, me resultaba imposible disociar del acuerdo de derivación el importe total reclamado. 

Pues bien, hace unos días encontré un Auto de la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, de 6 de marzo de 2014, Recurso de Casación nº 2539/2013, que refleja en buena medida ese razonamiento. 

El Auto, en primer lugar, nos recuerda su reiterada doctrina respecto a la consideración de la cuantía en materia tributaria:

Es doctrina reiterada y consolidada de esta Sala, que el concepto jurídico delimitador de la cuantía a efectos de la admisión del recurso de casación, en materia tributaria, viene configurado por cada acto administrativo de liquidación o por cada actuación de los particulares de cumplimiento de obligaciones tributarias, siendo indiferente que, por razones de eficacia, economía y celeridad, la Administración tributaria, o los sujetos pasivos, acumulen en un mismo expediente administrativo, bien en la vía de gestión e inspección, en la de reclamaciones económicas-administrativas o en los procedimientos ejecutivos, diversos actos de liquidación o diversas actuaciones tributarias (autos de 24 de septiembre de 2009, rec. 807/2009, de  1 de octubre de 2009, rec. 2795/2008, y de  18 de marzo de 2010, rec. 5201/2009, entre otros). Téngase en cuenta, además, que, aunque este caso no se haya comprendido en la letra del artículo 41.3, limitado a la acumulación jurisdiccional, sí lo está virtualmente en su espíritu, ya que la finalidad de este precepto es evitar que pueda alterarse el límite cuantitativo previsto en la Ley de esta Jurisdicción para el acceso al recurso de casación por un hecho circunstancial y a veces aleatorio, como es una pluralidad de pretensiones o, lo que en este caso es equivalente, un acuerdo que declara la responsabilidad por varios conceptos y ejercicios tributarios.   

En el párrafo siguiente nos explica el porqué se aplica esa doctrina a los acuerdos de derivación:

Asimismo, este criterio sostenido para la impugnación en casación de las liquidaciones tributarias, hemos dicho que resulta también aplicable a los acuerdos de derivación de responsabilidad por deudas tributarias, pues con independencia de que la deuda se le reclamase por un importe conjunto, la viabilidad del recurso por razón de la cuantía es la misma respecto del responsable principal que respecto del subsidiario (por todos,  Auto de 22 de noviembre de 2007, recurso número 1675/2007 o de  20 de enero de 2011, recurso número 429/2010). Lo contrario produciría injustificadamente un diferente trato procesal en función de que el recurrente fuera el sujeto pasivo o deudor principal o un tercero responsable solidario o subsidiariamente de la deuda reclamada, lo que sería por completo ajeno al propósito perseguido por la normativa legal delimitadora del ámbito del recurso de casación por razón de la cuantía litigiosa (por todos, Autos de 21 de septiembre y 17 de noviembre de 1998, 26 de abril y 31 de mayo de 1999, 20 de octubre y 27 de noviembre de 2000, 12 de marzo de 2001 y 20 de marzo de 2003).

Y a continuación la razón del post, que es en definitiva lo que merece relevancia:

Ahora bien, la proyección de esa doctrina tiene plena virtualidad cuando lo que se discute son las liquidaciones tributarias que integran el acuerdo de derivación de responsabilidad pero no así cuando el objeto del recurso se centra únicamente en la procedencia de dicho acuerdo como acto único. En éste caso, la entidad recurrente a través de los tres motivos de casación que formaliza al amparo del art. 88.1.d) denuncia la infracción de los arts 37 y 72.1 y 2 de la  Ley General Tributaria de 1963 para sostener que la adquisición de activos aislados no tuvo por finalidad encubrir la transmisión de la empresa ni simular un contrato ni el vaciamiento patrimonial de aquella y, además, que no se le ha aplicado la exención contenida en el último precepto que cita dada la acreditación de la inexistencia de deudas tributarias devengadas y liquidadas en el momento de la transmisión.
Con independencia del acierto jurídico de las infracciones que se denuncian lo cierto es que la impugnación se centra exclusivamente en la procedencia del acuerdo de derivación de responsabilidad y no en las liquidaciones tributarias que lo integran. Carecería, además de sentido en otro caso que, superando una de esas liquidaciones los 600.000 euros se admitiera el recurso de casación exclusivamente respecto de ésta cuando, en realidad su objeto no son las liquidaciones, sino, ha de insistirse, el acuerdo de derivación de responsabilidad, lo que justifica la admisión a trámite del recurso.

Importante matiz el que introduce el Supremo en su Auto, que encamina la interpretación de la determinación de la cuantía en materia tributaria a términos más razonables. 

jueves, 5 de marzo de 2015

Parábola del perro, el oso y los piojos

Es el caso que las ordenanzas del ferrocarril habían establecido la prohibición de  transportar “perros” y, como el revisor fuera a sancionar por ella al campesino, éste se negó a pagar la multa alegando que el animal que le acompañaba era una “perra”, no comprendida por tanto en el texto literal de la norma. El Juez – tan aferrado como los penalistas de ahora, al rigor del principio de la taxatividad y a la prohibición de analogías – dio la razón al viajero. Por lo que para evitar en el futuro estos hechos hubo que modificar el reglamento, advirtiendo en una nueva redacción que la prohibición se extendía a “perros y perras”. 
A la semana siguiente se presentó de nuevo el desafiante campesino con un animal de aspecto feroz y como se intentara multarle, se excuso alegando que se trataba de un “lobo”. Vuelta a las mismas y por la sacralidad de los principios ganó de nuevo el campesino y hubo que modificar por segunda vez el reglamento, extendiendo ahora la prohibición a los “cánidos de ambos sexos”. Por unos días después se repitió la escena, aunque ahora a propósito de un oso que el campesino se empeñó en subir al vagón y que pudo hacerlo, como era previsible, puesto que no había prohibición alguna para estos animales, habida cuenta de que los osos no pertenecen a la familia de los cánidos. 
La compañía de ferrocarriles estaba desesperada pues no lograba dar con la redacción de un texto capaz de asegurar a los usuarios un viaje tranquilo. Decidió entonces cambiar de criterio y, vista la imposibilidad de incluir en sus ordenanzas a todas las especies, familias y razas de la escala zoológica, optó por fijarse en los elementos y bienes que intentaba proteger, prohibiendo a tal fin la introducción de “animales que supusiesen peligros o molestias a los usuarios o pudieran infundir un temor razonable. Prevención que –huelga decirlo- no pudo impedir el acto siguiente de esta tragicomedia jurídica. Porque el campesino apareció un día con una pareja de hurones –animales de aspecto dulce, pero reconocidamente más peligrosos que un perro o un oso domesticado- acurrucados en una cesta. Conminado de expulsión y multa por el revisor del tren, la reacción del provocador fue en parte defensiva (alegó que los animales estaban dormidos e iban bien vigilados, de tal manera que no podían asustar razonablemente a nadie) y en parte de ataque, ya que denunció a varios viajeros que portaban animales auténticamente molestos y peligrosos por contagio –piojos concretamente- respecto de los cuales el inspector hacía la vista gorda con menosprecio de la prohibición normativa. 
No hace falta imaginar cuál fue el resultado de la siguiente escaramuza legal. El mismo Juez que había venido dando la razón al campesino, al negarse a emplear la vitanda analogía, rechazó el texto de las nuevas ordenanzas imputando al tipo normativo de la infracción unas condiciones de vaguedad e imprecisión inadmisibles.
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Texto de Alejandro Nieto, nº 162 de la RAP de 2003.