martes, 10 de marzo de 2015

La trampa de la ecuanimidad

En el caso de la caducidad de los procedimientos, la resistencia ha actuado por caminos diversos; forzadamente más sutiles, dado que la regulación de este instituto, además de ofrecer posibilidades de retorsión algo inferiores a las del silencio, por la simplicidad de su estructura, fue objeto de una sensible mejora en la reforma de 1999. La sencillez del mecanismo de la caducidad, unida a la claridad de su regulación, debería haber determinado que el actual artículo 44.2 de la Ley sólo hubiera sido objeto de breves comentarios, carentes de toda problemática. El que no haya sido así, y que este precepto se haya convertido en una caudalosa fuente de problemas –como lo demuestra el que haya provocado un conjunto de aportaciones doctrinales inusualmente abundante para una técnica que, por su elementalidad, no las merece-, sólo es explicable por las sistemáticas resistencias que su aplicación ha generado, tras las cuales subyace la radical incompatibilidad entre la perención de los procedimientos y la virtual inmortalidad de que antaño gozaban; son muy escasas las dudas interpretativas que no son puramente artificiales y que no responden a la decisión de mitigar la consecuencia (tan indiscutible como insoportable) de que también la Administración, como los particulares, pierde el tren si se retrasa.
Que estas resistencias hayan sido ideadas ad hoc por los defensores procesales de todas las Administraciones en los correspondientes litigios es legítimo y comprensible; para eso se les paga. Menos previsible era que las interpretaciones dirigidas a neutralizar el efecto de la caducidad fueran analizadas y acogidas (con candidez o sin ella) con una inmerecida ponderación por diversos trabajos doctrinales, algunos de los cuales han caído inocentemente en la trampa de la ecuanimidad, una virtud practicada en ocasiones con exceso por los publicistas que moran fuera del mundo real. Y puede parecer también  sorprendente que estos artificios hayan encontrado eco en múltiples decisiones judiciales: la jurisprudencia, sin duda, es tan imperfecta como toda obra humana; pero resulta cuando menos sospechoso (por insólito) que todas y cada una de estas sesgadas propuestas interpretativas hayan sido compartidas por sentencias de los Tribunales contenciosos de todos los niveles. No es aventurado pensar, tras la lectura de las Sentencias, que la caducidad tampoco despertó simpatía alguna, dicho sea coloquialmente, en buena parte de los miembros de la jurisdicción contenciosa.
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No quisiera criticar a fondo esta inclinación a la ecuanimidad. Dede luego, el afán a de compensar el valor que juega a favor de la protección jurídica de los ciudadanos con una demostración de sensibilidad hacía los intereses que la Administración defiende no es imputable principalmente al estilo de ponderación que suele caracterizara muchas de las exposiciones académicas, sino sobre todo al descrédito que el pensamiento único de los años anteriores a la caída del muro arrojó sobre el principio de la seguridad jurídica, al que implícitamente vino a tildarse contrario al más elemental sentido del progreso social y económico. 
Pero, sin entrar en un debate ideológico que no me ofrece ningún atractivo, me parece escasamente discutible que estos intentos de apoyaturas duales y supuestamente equilibradas son por completo inútiles. Fundar el instituto de la caducidad (o cualquier otro) sobre dos valores naturalmente contradictorios es un esfuerzo estéril, porque la ambigüedad, en este orden de cosas, sólo puede conducir a la inoperatividad más absoluta: la ambivalencia de los fundamentos de un instituto no hace más que permitir que una misma cuestión pueda recibir respuestas contradictorias, según el valor que cada interprete tome arbitrariamente como punto de partida. Ello no entraña que a la caducidad haya de asignársele un fundamento exclusivo y unilateral, eliminando toda referencia a cualquier otro de los posibles valores en juego; pero lo que parece ineludible es la necesidad de jerarquizar. 
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J.A. SANTAMARÍA PASTOR, RAP nº 168, 2005, Caducidad del Procedimiento.


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